“Señor, hoy quiero aprender algo especial de Tu parte”, Amén.
Siempre me han dicho que al hacer una oración, debes ser consciente de cada una de las palabras que le dices a Dios, pues Él es un Padre que escucha y concede los deseos del corazón de Sus hijos.
Eran las 18h 28 min de un domingo cuando llegábamos a misa con mi hermana, y yo hice aquella oración, realmente nunca imaginé todo lo que sucedería más tarde.
Para entender un poco mejor el contexto de este testimonio, debo contar que en ese tiempo estaba pasando por una etapa de desierto demasiado fuerte y mis dudas acerca de la eucaristía y su verdadero significado estaban allí, sin ser resueltas aun.
Al llegar a la iglesia, encontré a una hermana del ministerio que desde hace mucho tiempo no había visto, mi corazón se llenó de tanta nostalgia porque la veía triste y desconocía lo que le estaba sucediendo, sabía que al terminar la misa debía conversar con ella.
Desde que inició la santa eucaristía, mis manos empezaron a temblar y todo mi ser se estremeció, sentí de una manera tan fuerte la presencia de Dios que mis rodillas comenzaron a debilitarse y no pude permanecer más tiempo de pie junto a Aquel que vino a hablarme cara a cara. Realmente no entendía todo lo que estaba pasando, mi corazón empezó a buscar entre todas las cosas que había hecho yo mal, una, la que más le había dolido a Dios y yo seguía sin comprender. Todo era extraño porque aparentemente estaba en paz con Él, aun en medio de la tormenta que vivía, me sentía a salvo en Sus manos.
Llegó el momento de la comunión y me acerqué a recibirla, como anhela recibir alimento aquella persona que se pierde en el desierto y lleva ya varios día sin comer ni beber nada, exhausta, cansada, rendida y con el corazón en la mano. Solo quería abrazarlo, decirle que a pesar de no entender qué es lo que hice y ofendió tanto Su corazón, le pedía perdón pues mi alma buscaba descansar en Él.
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Fue todo tan hermoso cuando lo recibí, mi corazón no pudo más, mis lágrimas lo inundaron todo y mis ojos espirituales fueron abiertos, por fin miré aquello que tanto dolor había causado a mi Jesús, sentía como Él había peleado por mí en aquella cruz, dejándolo todo, muriendo primero a Si mismo para entregarme con amor Su preciosísimo Cuerpo y Sangre que en ese momento ya eran parte de mí y me permitieron ser parte de Él, es en ese punto donde la cordura y la razón se confundieron, me sentía como en éxtasis, en aquel momento todo el mundo dejó de existir, solo fuimos mi Amado y yo. La presencia de Dios tan real en la Santa Eucaristía y por ella en mi ser, me llenó de tal modo que veía correr por mis venas aquella sangre que no era solo la mía, sino la del precioso Jesús de Nazareth, el mismo Jesús que le devolvió la vista a aquel ciego de Jericó que clamó por misericordia (Mc 10, 46-52), que sanó a aquel leproso de quien todos huían al verlo (Mt 8, 1-4), que curó a aquella hemorroisa que padeció de su enfermedad por tanto tiempo y nadie antes pudo sanar (Mt 9, 20-23), que levantó a su amigo Lázaro de la muerte, cuando ya llevaba tres días así (Jn 11, 38-44), y tantas otras cosas que Él ha venido obrando desde el principio de los tiempos, desde cuando la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo estaban soñando algo grande y especial para el hombre, el gran milagro de la vida.
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Tenía la certeza de que en mí vivía Jesús, pues en mi carne estaba la suya y por mis venas corría Su sangre, la sangre del Salvador, entendí que la Santa Eucaristía NO es solo un SÍMBOLO, el vino y la hostia consagrados en el altar, SON en verdad el CUERPO y la SANGRE de Cristo.
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El gozo que vino a mí al entender todo lo que Dios me estaba enseñando, es inexplicable, solo continué llorando y le daba gracias por haber fijado Sus ojos en mí y por seguir confiando tanto a pesar de mi débil humanidad.
La Santa Eucaristía es un momento de cielo, nunca había sentido tanto amor antes, parecía que volaba y sabía que ya no faltaba nada más para ser feliz.
Al salir de misa, mi corazón continuaba quebrantado y miré a aquella hermana con quien hace tanto tiempo no había conversado, solo la abracé y la bendije en el nombre del Señor, sin duda alguna estaba atravesando un problema, podía sentir su dolor. La presencia real de Jesús me permitió que pudiera ver más allá, y no solo eso, sino también sentir lo que el corazón de mi amado guardaba al ver la tristeza de su pequeña, es decir, sentir el corazón de Dios en el mío.
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Salí y de camino a casa, pensaba en aquello que Dios me mostró en la comunión, cierta decisión que alguna vez tomé en mi vida y lastimó Su corazón. Sinceramente, jamás habría imaginado que algo que sucedió hace tanto tiempo y que para mí fue casi nada, para Él representaría tanto y es ahí cuando sentí como si mi corazón estuviese siendo lavado, fue algo sobrenatural. Cuando acudimos al sacramento de la confesión, lo más importante es el dolor de corazón por haber fallado a Dios, pienso que ese domingo fue la primera vez que sentí de tal manera ese dolor causado a Quien lo da todo por mí, y, la necesidad de pedirle perdón con toda mi alma y corazón.
Nadie puede siquiera imaginar todo lo que Dios recibe a diario por nuestras faltas, debilidades e inseguridades. Ese día miré tanto dolor a causa de una sola cosa y pensé: “si una falla mía provocó todo esto….no quisiera imaginar cómo está el corazón el buen Maestro con las cosas que ve a diario en el mundo entero”. Así entendí que el corazón de nuestro Padre Dios es sagrado y debemos cuidarlo celosamente, que en nosotros está el evitar que seamos una razón más de esa tristeza.
Por todo ello, hermanos, debemos seguir perseverando en el camino de nuestro Señor, y qué mejor manera de hacerlo sino tomados de la mano de los sacramentos que El mismo nos dejó por ese inmenso amor, puesto que ¿a quién podría confiar todos Sus secretos sino a Sus amigos? En cada uno de ellos se esconde un regalo especial, aceptémoslo y vivámoslo.
Gloria a Dios.
María Alicia Arcos